El cebo. Lo importante es saber colocar bien el cebo. Gamba, tita o gusano, da igual. Las manos agrietadas, callosas y con sabor a sal de un buen pescador danzan al compás de los últimos estertores de la trampa escogida y recubren con gracia el vil metal. Nada queda al descubierto. El engaño está servido y el anzuelo se convierte en el verdugo del insensato a punto de ser pescado. Aquél, que atraído por una fuerza superior que no puede controlar, se lanza desbocado sobre la danza maldita que le ha de dar muerte.
El embuste ha funcionado y la caña se dobla para regocijo del mentiroso. El sedal estira, la adrenalina fluye y el desigual combate entre la vida y el más allá está cerca de llegar a su final. El mecanismo no falla y todo depende del estirón definitivo y la efímera entrada en un mundo desconocido. Leyenda y mito a partes iguales, se presenta ahora en toda su agónica inmensidad. El oxígeno falla y las aletas, inútiles hasta rayar lo ridículo, no dejan de moverse en un medio en el que jamás se esperaban encontrar.
Afortunados son los que alcanzan un final rápido, limpio y lo más indoloro posible. Aquellos cuya herida inicial les ha dejado ya sin fuerzas y se han rendido ante lo inevitable. Admiten su error y acatan la sentencia. Peor suerte corren los que luchan con todas sus fuerzas y se resisten a cruzar el umbral del que ya no hay vuelta atrás. Es en ese tira y afloja, frenesí fatal, donde se corre el riesgo de que el anzuelo se clave más y más profundo. El metal hace jirones la carne y se clava hasta rozar el corazón.
La tortura no ha hecho más que empezar. Las ansias por seguir vivo alargan una agonía de la que era imposible escapar desde el principio. Pero, ¿cuándo sabe uno que ha llegado el momento de rendirse? ¿Quién está preparado para perder? La extracción del anzuelo, limpia y rápida habitualmente, está a punto de comenzar y reserva en estas ocasiones los peores sufrimientos. Un estirón firme, prolongado, que arrasa todo el interior y no deja órgano vital en funcionamiento, es una opción. Otra, la despiadada intervención quirúrgica, sin anestesia alguna, que las tijeras en manos del pescador ejecutan con el inconfesable deseo de que el cebo siga ahí y pueda aún ser recuperado. La tercera, la más abyecta y cobarde de todas, es la de cortar el sedal y abandonar el anzuelo en el interior de la víctima. Sentir la opresión en el pecho del aguijón que te ha dado muerte y aceptar que será tu último compañero de viaje.
* Columna de opinión publicada en El Mundo – El día de Baleares el 24 de Abril de 2017.