Vecino de Es Fortí, empecé a enamorarme del Mallorca en las segundas partes del Lluis Sitjar. Eran otros tiempos, y los encargados de las puertas te dejaban pasar sin entrada alguna y disfrutar de ese aroma a césped y puro que se entremezclaba en esos benditos y torcidos escalones de piedra. La afición fue creciendo y, ya con el carnet de socio en mano, conseguí que en más de una ocasión mis padres modificaran el plan dominical de la familia. Jugaba el Mallorca. Y lo hacía en Segunda. Y no me importaba.

Algún Ciutat de Palma, algunas entradas gratis, sirvieron para enganchar a unos cuantos amigos de clase. Los aviones de papel perforaban la hierba y convertían el fondo en una improvisada pista de aterrizaje. La elaboración del paperum era una auténtica fiesta, previa al partido, y la salida de los futbolistas una explosión de alegría sin parangón. No te digo nada ya cuando con empate en el marcador, Stosic cogía la pelota para lanzar una falta desde la frontal. Era el tiempo de añadido, pero la victoria estaba asegurada. Y era en Segunda, pero no nos importaba.

El tiempo pasaba y, dejadme que os lo confiese, tras muchos Rosarios en el coche de vuelta a casa después de la excursión con la familia, el Mallorca estaba más cerca que nunca de la Primera División. Varias promociones y el despido de Víctor Muñoz a falta de seis jornadas cincelaron el ascenso en Vallecas y la historia más grande jamás contada. El fútbol de Primera División se convertía en una realidad para mí por primera vez.

No recuerdo cómo, me imagino que a través de algún conocido de mi padre, yo era uno de los muchachos que aguantaban ese tubo de plástico blanco por el que salían los jugadores al terreno de juego. Y ahí estaba en el último partido que se disputó en el Lluis Sitjar, frente al Celta, con Stankovic cogiendo el testigo de Stosic y clavando un golazo desde la frontal. Ese día me armé de valor y al finalizar el encuentro me acerqué a Siviero. Me temblaban las piernas y sólo me salió un hilo de voz. “Eh, Gustavo, ¿me das tu camiseta?”. El central argentino me ignoró por completo, lo reconozco. Pero no me molestó. Él era uno de los jugadores del Mallorca. Imponía respeto y generaba devoción. Él era un ídolo. Y se lo había ganado sobre el césped.

Referentes. Nada más. Eso es lo que quiero. Para mi hijo y para ese chiquillo que lloraba desconsolado en La Romareda. ¿A quién le van a pedir hoy una camiseta? Jueguen, caballeros. Saquen amor propio. Que les escueza ser los peores de la categoría, sea la que sea.

* Columna de opinión publicada en El Mundo – El día de Baleares el 19 de Abril de 2017.